viernes, 9 de noviembre de 2012

MI MADRE, BENIFLAH Y SU VIOLIN


A mi madre le gustaba cantar y lo hacía a diario. Conocía todo el repertorio de Celia Gámez y lo interpretaba realmente bien. A mí me encantaba oír el chotis “Manoletín” porque mi madre cantaba e interpretaba al mismo tiempo. Era genial. Cuando había una reunión de amigos, se hacia rogar, pero una vez lanzada caía en entera la revista “Cinco minutos nada menos”.
Yo creo que mi madre tenía estudiados los tiempos. Primero hacía cantar al segundo de mis  hermanos que ponía al público en situación con un suave corrido mexicano que contaba las hazañas de El Coyote; un aristócrata de origen español, Don César de Echagüe, que se convertía en un valiente bandolero, ídolo de masas, y que robaba a los ricos para dárselo a los necesitados. Tras esta suave entrada aparecía yo que, con mi mata de pelo negro y mi color aceitunado, los dejaba anonadados con mi cante a lo Manolo Caracol de “La niña de fuego”. Tras de mí la gran estrella: Mi madre. Y “Manoletín”. Un éxito.
Pasada esta época y muchas más, recuerdo la noche de Navidad apoteósica en que mi hermano mayor apareció en la sobremesa con un amiguete, al que no conocía, que se había encontrado en la calle portando un enorme tambor-bombo, y que él consideraba que era el mejor complemento para esa Noche Feliz… Y allí estuvimos, bombazo va bombazo viene, hasta las tantas de la madrugada, riendo. Esa noche no cantó mi madre, no consideró compatibles gorgoritos y bombo, pero puedo asegurar que fue una Noche Feliz. Recuerdo la cara de complacencia de mi padre…
Y un día mi madre dejó de cantar. Encerrada en su cuarto con la puerta entreabierta, para no perder el pulso de casa, no cantaba. Preguntando por aquí y por allá conseguí enterarme que estaba deprimida por algo, “algos” de preocupación  que abundaban en mi casa. Así que me senté a su lado y le dije si podía ayudar:
-       Lo que me apetece es una música suave, piano o violín.
Dicho y hecho. Tenía yo un compañero de estudios, un hebreo llamado Mesod Beniflah, que tocaba ese instrumento. Una tarde, mientras mi madre descansaba, lo coloqué arco en mano en el pasillo de mi casa, cerca de la puerta entreabierta de mi madre, y comenzó a tocar. Al cabo de dos horas se marchó con la promesa de volver la tarde siguiente. A solas con mi madre le pregunté qué le había parecido la idea.
-       Muchas gracias, hijo, estoy mucho mejor.
Visto lo cual recurrí otra vez a Beniflah. Otras dos horas de virtuosismo. Y otra vez la misma pregunta a mi madre.
 -       Gracias sinceras, no molestes más a tu amigo. Estoy totalmente recuperada. Y se levantó y comenzó de nuevo a cantar.
Tontería decir que Mesod era malo de solemnidad. Que sus notas daban grima pero mi madre, artista al fin, comprendió el esfuerzo del joven músico y con espíritu de gremio lo aplaudió.

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